La hermandad entre cine y viajes es tan vieja como el cine mismo. Podríamos decir, cayendo en el tópico, que sumergirse en el universo de una película provoca muchas veces la misma sensación que viajar y que el viaje, el acto de viajar en sí, se ha visto tan influido por la propia narrativa cinematográfica que muchas veces ha acabado definiendo para mal o para bien nuestras expectativas de cómo se deben resolver las diferentes etapas y situaciones del mismo. El viaje y el cine son actos de extrañamiento. Nos provocan esa sensación a veces incómoda, otras muchas placentera (o ambas a la vez), de ser otro. Por otro lado, nada puede llevarnos tanto al terreno de la nostalgia como recordar un viaje y, a su vez, este es un sentimiento creo que muy similar al de dejar atrás a personajes que han formado parte de nosotros y hemos querido o nos han hecho olvidarnos por un momento de nuestra cotidianidad. Si, además, introducimos la narración dentro de los propios mecanismos de un viaje (la clásica película de ‘verano’, una road-movie, un trayecto de búsqueda), nos sometemos a una especie de metanarración que, si está debidamente bien construida, nos arrastra a muchos a algo casi seminal: al inicio de las primeras historias, aquellas que hablaban de dioses y de héroes, de vueltas al hogar y de una definitiva nostalgia cuando las cosas se acababan, el arco se acaba de tensar, Ulises finalmente lograba volver a Ítaca, todo se volvía doméstico y acababa.
Hablamos por tanto del viaje y el cine como huída, y si alguien ha sabido ser uno de los máximos exponentes de esto último es Wim Wenders, al cual muchos hemos admirado sobre todo en sus inicios y que se ha movido en muchas de sus películas de una manera magistral en un terreno de sensaciones algo difícil de concretar pero que es lo que precisamente hace mágico un viaje: esa sensación de ‘qué narices hago aquí’ y, a la vez, eso que da sentido precisamente al acto de viajar; el ser un paréntesis en una normalidad a la que a veces se aspira a volver durante el viaje pero que cuando vemos que ésta (esa maldita cotidianidad) se acerca de nuevo, al final de éste, nos deprime, y nos hace querer volver a pagarle a gente como Vueling un billete.

Es por lo que quiero hablar de una de mis películas preferidas desde siempre: Alicia en las ciudades. Si entramos en el terreno narrativo de los ‘Travel Solo’ posiblemente esta película contenga en sus más de dos horas de duración la perfecta radiografía del viajero solitario en sus primeros 30 minutos a la que se suma la alteración de dicho status quo de Philip, el personaje Principal, por la llegada de algo tan inesperado (en este caso tan maravilloso) como una niña, Alicia, cuyo cuidado le obliga por un lado a prolongar un viaje no deseado, pero por otro a encontrar, gracias a la amistad que surge entre los dos personajes, la razón que convierta a un viaje insufrible en algo con sentido.
En ‘Alicia en las Ciudades’ encontramos por tanto dos bloques que me gusta analizar desde la perspectiva de un viajero; una primera parte dedicada al ‘viaje tóxico’, aquel que se vuelve en contra de nosotros, y otra que da sentido a viajar acompañado de alguien inesperado y que creo que debe ser entendida de una única manera: la mayoría de la gente que te puedes encontrar viajando, tiene muchas veces la capacidad de hacerte ver las cosas de otra manera. Vayamos por tanto a los bloques de la película…

Philip como Travel Solo: el viaje ‘tóxico’ acompañado únicamente por un yo tóxico
En esta primera parte, quizá la más documental y áspera de la historia, un escritor de viajes no logra escribir una sola línea de un reportaje en su recorrido por un Estados Unidos rural, cinematográfico, realizado a base de revisitar iconos que precisamente se vuelven aburridos y odiosos cuando nos acercamos a ellos a través de determinados tipos de viaje como el obligado por circunstancias laborales. Cuántas veces además nos ha ocurrido eso. Los japoneses hablan de ‘el efecto París’. Algo que le pasa a muchos compatriotas que han idealizado tanto la ciudad de la Luz que cuando llegan y descubren las pequeñas miserias que también hacen grande a la capital del Sena, acaban deprimiéndose. Es el contrario al ‘efecto Stendhal’ quizá. El personaje de Philip, en ese sentido, es ese tipo de viajero que viaja obligado (por un trabajo) y, a la vez, por la aspiración de encontrar una magia que sólo existe en otro sitio (en la fotografía, en las películas), pero que en su cruda materialización se convierte en una sucesión aburrida de carreteras, bares de carretera, emisoras de carretera, moteles (obviamente, de carretera), canales de televisión noctámbulos y biblias guardadas en el cajón de mesillas que no apetece mucho tocar. El anti-viaje. Nos ha pasado.
Hasta incluso su llegada a Nueva York, para dar fin a su recorrido por los Estados Unidos, volver a Alemania y de paso pedir a su editor algo más de dinero que le es lógicamente denegado (no ha conseguido entregar ni una línea del reportaje de viajes prometido y sí una serie de polaroids aparentemente anodinas), es mostrada bajo la lente de ese tipo de viajes que a veces nos queremos quitar de encima como si fuesen alimañas. Todo hasta que ocurre lo que precisamente da título a esta historia. Podía haber un FIN aquí, pero no… Es sólo un principio.

Alicia como el elemento salvador encontrado en el viaje (sola, por cierto)
Cuando aparece el personaje de Alicia, la cosa cambia aunque él no se dé cuenta o no quiera dársela. La niña le es endosada casi como un paquete a ser entregado de vuelta en Amsterdam a una madre que parece más preocupada por un novio depresivo que por su hija. Para Philip, que se va difuminando como personaje principal de la historia, esto no es sino un problema más que acepta de mala gana ¿Cómo deshacerse de una niña sola?. Sin embargo, ¿cuántas veces un problema hace que descubramos cosas maravillosas en un viaje?
Hay una cuestión que me gusta leer entre líneas: el viaje real ha comenzado justo cuando se preveía su final (la vuelta de Philip a Alemania es como consecuencia del fin de su viaje ‘laboral’ a Estados Unidos). Sin embargo todo no ha hecho más que empezar. La búsqueda de la abuela de Alicia, tras no presentarse en Amsterdam su madre, tensa al máximo su paciencia y su situación económica (se les acaba la pasta de verdad) pero no es difícil ver que al final Philip acaba obligado a disfrutar de ello, sobre todo ya decididamente en el último tercio de la película en que ya no importa tanto la búsqueda de la madre y la abuela de la niña como disfrutar del viaje en sí.
Me gusta pensar en esa situación como homóloga a la que se vive en ‘Avanti’ de Billy Wilder. Un compañero de viaje, en el caso de Alicia, una niña, se convierte de repente en alguien que nos enseña a viajar, que nos enseña a disfrutar de las cosas a través de su mirada. La película entonces entra en una fase que cobrará sentido al final: Alicia engaña a Philip con la búsqueda de una abuela en una ciudad escogida al azar por el simple hecho de querer seguir viajando con él. Y gracias a ello, Philip no sólo recupera el humor sino además la inspiración para escribir su artículo. Señores; tenemos lo que se viene a llamar un cuento aquí. No es por tanto raro que tras el monumental cabreo de Philip tras descubrir el engaño, se acabe alegrando de que que la niña no encuentre a la abuela en otra casa, esta vez presuntamente real. Casa que, por cierto, les costado tanto encontrar recorriendo medio Alemania. El viaje podría seguir así indefinidamente ya, en una especie de delicioso suspenso en el que ni él ni Alicia harían nada más que pasearse por ciudades y conocer gente…. PERO.

El dinero… esa máquina de destruir viajes
Sin embargo, la economía acecha (nuestra gran enemiga, aquella que nos hace tener que volver de nuestros viajes a picar en la mina de la cotidianidad para poder retornar a la magia de viajar). Si nos fijamos, al final la cotidianidad a la extraña pareja se les echa encima como algo inevitable, en parte puede que reconfortante, pero triste: por un lado la familia de la niña por fin busca a Alicia y la espera en una ciudad, Munich. Por otro lado el presupuesto para vivir en la otredad del viaje se agota (de hecho a Philip se le viene agotando desde el principio). La película para mí se hace mágica por varias cosas: deseamos que el dinero no se le acabe a Philip para que puedan seguir viviendo en ‘Alicia en las Ciudades’, en esa ficción, en esa película, con nosotros, viajando siempre… pero sabemos que es imposible.
Sé que cuento el final (la película no desmerece ser vista por ello) pero quiero hacer una última valoración: no es a mi juicio casual que Alicia sea la que se asegure que Philip vuelva junto con ella a Munich ofreciendo sus últimos, inesperados, ahorros. 100 dólares que guarda y que en ningún momento ha mostrado antes. Su última baza. Ella sabe que Philip no tiene ya dinero pero quiere que él siga más tiempo junto a ella. Le atrae hacia ella pues Philip ha pasado la prueba: es un gran compañero de viaje y no lo quiere perder. No olvidemos además una cosa: le da 100 dólares, cantidad que en la época de rodaje de la película (año 1974), sirve tanto como para saldar las cuentas de lo que han vivido como para permitir que él pueda seguir con ella bastantes semanas más. Atraerlo a una cotidianidad cercana a la suya, hará fácil que lo pueda recuperar y volver a viajar (jugar) juntos. Porque el viaje es como un juego y el mejor compañero de viajes es como el mejor compañero de juegos de la infancia.

Alicia, ya en el tren que le lleva a reencontrarse con su madre, a la vida adulta, al colegio… le pregunta a Philip qué hará en Munich. Philip sonríe y le dice a Alicia que por fin, acabará esta historia (su artículo). Philip, a renglón seguido, le pregunta a Alicia que qué hará ella: la niña se encoge de hombros. No lo sabe. Casi es un momento triste. Se asoma por la ventanilla del tren. La película acaba con ellos disfrutando del último momento mirando el paisaje desde el tren… ¿Qué es lo que hace especial, luminoso, encantador a éste viaje? Precisamente que se inscribe sobre un paréntesis, un viaje totalmente caótico y absurdo, en el que en paralelo, en la vida ‘normal, podrían estar ocurriendo cosas aparentemente ordenadas, cotidianas, coherentes… y que gracias al mismo quedan en suspenso. Imaginamos que al final del mismo, Alicia comenzará una vida relativamente acorde a lo que se espera para un niña; volverá al colegio, a tener amigos de su edad, a una realidad familiar relativamente desordenada pero estable con su madre y con su abuela. Su viaje con Philip ha sido como hacer novillos. Pero será parte de su vida siempre como algo extraordinario.
¿Qué es lo que pasa después con los personajes de las películas que amamos? Esa pregunta es la confirmación fehaciente de que un libro o una película nos ha enamorado. No saberlo y/o especular sobre ello, es lo mejor que puede ocurrir. Philip acabará su artículo gracias a Alicia. Quiero creer que sin duda éste se verá prolongado más allá de aquello que vivió en Estados Unidos. Quiero además creer que el relato que incluirá gracias a Alicia lo hará mejor, lo hará único, lo hará algo mucho más allá de un simple artículo para una guía de viajes. El personaje es un trasunto del propio autor del filme. Y el filme un pequeño universo en el que siempre viven estos personajes. Quizá este pequeño mundo sea así; en él, ese final abierto en el tren con Alicia y Philip abre un bucle definitivo que hace que ese viaje se perpetúe eternamente y no acabe nunca. Así son los recuerdos de los grandes viajes y las grandes películas; sitios a los que acudir a refugiarnos cuando queramos y que siempre debemos aspirar a repetir. Como en un mundo paralelo, Alicia siempre seguirá en las ciudades.